sábado, 7 de agosto de 2010

¡Buen provecho!

Estoy seguro de que aquella tarde de octubre recuerda (o recordaría, si viviera independientemente de mi memoria) la confesión que le hice cuando, caminando, noté que no había almorzado. ¡Sí!, y todas las personas con las que hablé esa misma tarde recordarán también el rugido de motor viejo y ahogado que tenía mi buche.
Yo, por mi parte, recuerdo que hacía un viento feroz, como el soplido de un lobo; que se mecían con violencia los árboles y las personas; que en el ambiente quedaban vestigios de la tormenta de la noche anterior; que, en un café, un asiento me invitó, gentil, a posarme sobre él; que tenía algunos pesitos en el bolsillo fruto de una mini-paga; y que decidí, al final, comprarme una salchipapa para hundirla en ávidas fauces y así cesar aquella desalmada hambruna. Sólo pensaba en ello: la imagen de algo consistente haciéndose bolo alimenticio y saciando mi vacío se adueñó de mis expresiones: Los ojos cerrados, la boca hecha agua y el estómago delirando, grosero, su enfado. Sentía que mis tripas se pegaban; que unas punzadas en mi vientre iban a atravesarme; que implosionaba. Quizá por ello, pensaba que mi estómago iba a tragarse a mi cuerpo.
Para hacer la espera menos fúnebre comencé a hojear las hojas de un libro que compré (con el mismo dinero), regocijándome por la valiosa adquisición.
El viento continuaba. Mientras limpiaba mis ojos del (tan), por mi, maldecido polvo, mi hambre se rehusaba a acompañar al tiempo que pasaba. Era la tercera vez que iba a reclamar mi pedido: habían pasado veinte minutos, ¡veinte minutos! Sentía que mi muerte por extenuación digestiva estaba próxima y no aguantaba más.
Se preguntará, en este punto, el amable lector, ¿a qué viene todo este barullo descriptivo?, ¿por qué no le ofrezco un relato, una noticia de interés general?
En ese momento, de maldiciones y mini-gastos, llegó él: Con sus piernas mostrándose a través de sus pantalones casi transparentes; con sus pies descalzos y su carencia de dedo gordo; con su nariz angulosa y su párpado reventado; con su pequeña estatura y sus… 3,4,5,6,7 ¿años? Que no puedo precisar por que él mismo no lo sabía (lo calculé teniendo como referencia a mi hermana menor). Tenía una lata en la mano derecha. Sus padres habían corrido la misma suerte de su dedo gordo. El viento era incapaz de despeinar sus cabellos fijos, de cambiar su expresión tácita.
Su contorno se dibujaba como una caricatura y le acompañaba una costumbre de pantalla lejana en mi mirada. Pero no se disolvía. No cambiaba de horario: Era la imagen de un personaje que nunca crece, que, en cada capítulo, trae emperchado el mismo traje. Yo ya estoy grande, él es el mismo de siempre. Contar, sólo contar, es lo que en las noches de sueño me demanda.
Cuando llegó él, ya acostumbrado al frío, al hambre, a la miseria, a la anestesia de su mano derecha, a la carencia de su dedo gordo, a personas como yo que tienen hambre igual que él, pero que no están acostumbradas. Cuando llegó su mano extendida y su piel flagelada por el tiempo (tiempo largo como… 3,4,5,6,7 ¿años?) llegó mi salchipapa. De pronto se acercó, mirándome a los ojos, con un tic congelado que fruncía su mejilla y una voz ronca, aguda y metálica me dijo:
- ¡Buen provecho, joven!

Texto publicado en el tercer número de la revista literaria “Cien de Cien Letras” (noviembre del 2005 ) bajo el pseudónimo de Nesfharumfa hoy conocido como El Colgado.

domingo, 25 de julio de 2010

Cantautor

Solo, vagando en mis pensamientos, con los ojos desenfocados y los dedos humeantes. Todo se remite al sonido en un cuarto vacío en el que todo soy yo. Ni pensamientos, ni profecías, sólo el sonido interior que me descoloca del afuera, de lo mudo, lo inerte, del infinito presente, el único presente en el que el polvo se acumula: muebles, ropas, libros, guitarras, paredes y mi propia carne. Yo, en cambio, hablo conmigo mismo y en la soledad el diálogo interno no suena a palabras, me convierto en sonido, en ondas que rondan la habitación, en recuerdos, imágenes, colores. Luego nacen las palabras acomodándose a una melodía con un colchón de silencio. Las palabras son del afuera, del espacio compartido por millones de galaxias como yo que conviven en un solo mundo y en ese punto es que te encuentras una canción, fruto del instante, síntesis de todos los tiempos, y la música y las palabras que ahora surgen nunca fueron mías, todo ese ser abstracto que antes me habitada ha muerto y se transforma en un legado, en una marca indeleble en el tiempo para un futuro que no existe. Lo que queda en el afuera es la más hermosa de las mentiras, la inevitable fantasía, aquella que los vivos llaman vida.

El colgado.

lunes, 4 de enero de 2010

Coincidencias


En un acto desesperado entró por la ventana, dejó de batir repentinamente las alas y se lanzó en picada, amortiguando su caída en el colchón que lo envió rebotando al suelo. Se paró, se limpió las plumas y buscó en la habitación refugio para su soledad. Decidió ocultarse en el bolsillo de un viejo saco, tan viejo como el olvido y el polvo, y así alejarse de las penas y los recuerdos mundanos. Anidado ya en el bolsillo, encontró un pedazo de lana naranja que, años atrás, fue guardado por Don Alberto Cañas, ya ausente de este mundo por cuestiones que no merecerían una reseña biográfica.
Con ese pedazo de lana Don Alberto pretendía reparar un peine heredado por su padre, Don Simón Cañas. Años más tarde, el colibri dejaría de batir sus alas... historia que ya conocemos. Tomó el pedazo de lana y le dijó adiós a este mundo.


Fotografías: Gabriela Olivera, extraidas de: http://elogioalocotidiano.blogspot.com

Texto: El colgado

Los Amantes

Habían decidido encerrarse en un alojamiento y tirar la llave por la ventana. No importaban las consecuencias, los días consecutivos sin comida, el contacto con el mundo o las veces que el conserje ¡y hasta el dueño de la posada! golpearan la puerta amenazando derrumbarla. De allí sólo saldrían en algún horario indefinido en el que las quimeras se vomitaran en palabras in-te-le-gi-bles y regresaran al origen de sí mismas, y se buscaran en una necesidad ajena a toda utilidad cotidiana, cargadas de contenidos sin formas y cedieran hasta extinguirse, hasta dejarlos muertos o más vivos que nunca en un territorio que no es el de la espera. Tan solo importaba el movimiento rítmico y acompasado de un rechinar familiar (¡no pares! ((¿estás cómodo?, ¿quieres que me vaya más arriba?, ¡jajaja!)) ¡mmmnpaars!) el reconocerse sin llamarse en aquella utópica idea de encontrarse, desgarrándose los cuerpos hasta encontrar el centro. De pronto, el humo invadiendo toda la habitación (el humo aguantado en paredes de cal y carne), los cuadros que se agarran y se esfuerzan por no caer descolgados en el desorden imperante de la habitación; una tele sin uso, en el suelo, adornada con despojos de ropas que quizá mañana se llamen trapeadores o estuches o bolsas de compras. Mientras tanto la ciudad se organizaba para encontrarlos, para sentenciarlos. El Cura, que el domingo hablaba de amor, ultrajaba a su pequeña hijastra en el mismo momento en que todo acontecía, cuando la muchedumbre enardecida lo proclamaba representante de la inquisición en las puertas de su propia mansión (¡la puta! ¿Qué ha pasado? ¡Vestite carajo, vestite!). El cura se apresuró a ponerse lo que encontrara primero. Por mala suerte había elegido el camisón de dormir que usaba su hijastra que estaba tirado en el suelo. Se apresuró a su balcón y dijo:


-¿Qué ha pasado hijos míos?, ¿es que acaso creen que un servidor de dios no puede descansar a estas horas de la noche? – dijo esto mientras trataba de acomodar el camisón para que no fuesen evidentes sus partes más nobles. Desde abajo se podía ver sólo una porción de su cabeza calva.
-¡Un pecado mortal se ha desatado padre! – grito un feligrés que jamás faltaba a ninguna de sus misas mientras la muchedumbre lo secundaba con afirmaciones.
- Dime, que ha pasado hijo…


Las voces mezcladas de todos gritando al mismo tiempo no permitían al cura entender lo que sucedía, incluso cuando ladeo su cabeza hacia ellos con su mano izquierda en el oído derecho e inclinando su cuerpo hacia adelante para estar más cerca- ¡Momento, momento!- volvió a gritar el cura levantando los brazos- Hijos míos, ¡Dios no los escucha si todos habláis al mismo tiempo! (¡madre de dios!).


De entre la multitud salió una vieja con las uñas pintadas y las cejas tatuadas y le respondió:


- En el alojamiento, padre, en el alojamiento están los dos amantes en contra de las leyes de dios.
- ¿Cómo? ¿Qué pasó?- preguntó el cura.
- ¡Es espelúznate padre! Esa mujer levanta el nombre de Dios cada dos segundos.
El cura que sentía aun la humedad de unas lágrimas inocentes en sus brazos peludos replicó:
- ¡Madre de dios!
- Sí ¡eso es lo que dice también! ¿Cómo lo supo padre?- preguntó sorprendida la beata mientras admiraba al cura adivinador.


El cura se alejó de la ventana y buscó su ropa en el armario para vestirse. Cuando hubo terminado la operación, las puertas mecánicas de ingreso a su mansión se fueron abriendo lentamente dejando salir al pequeño y regordete cura.


Ya abajo, la muchedumbre enardecida ya tenía pensada la sentencia y el cura asentía a todas las formas de ejecución de los amantes.


-¡Hay que quemarlos vivos! ¡Dios los castigará por semejante infamia!


Mientras tanto, en la plaza de la ciudad un payaso cantaba la canción de los amantes, sangraba gotas de agua con azúcar por los ojos y hablaba sin lógica como un borracho, un loco o un niño soplándose la nariz con una sábana de imitación de seda. Cantaba la canción acompañado de un acordeón de plástico que cabía perfectamente entre sus dedos meñiques.


…¡Si la vida fuera una pelusa!
Volaría en tus brazos de viento
Nadaría sin miedo hacia el centro
Viviría en tu ombligo, no miento.
¡Ay, wawitay! ¡Si la vida fuera una pelusa!


Los amantes se extinguían. Los amantes renacían. Los conjuros surtían sus efectos. La muchedumbre se acercaba. En la intimidad de su habitación un estudiante escuchaba de fondo Geni y el zepelín de chico Buarque. En el sur alguien moría de frío. Del basurero salía una mosca que, mareada por el plástico, zigzagueaba y se chocaba contra los cristales y contra la gente. Un transeúnte que doblaba la esquina ahuyentada a la mosca de su rostro que se encontró de frente con la muchedumbre. La mosca dobló con él y voló hasta posarse en el dedo índice del cura que en ese momento dijo:


- ¡No ha de permitirse adulterio en la ley de Dios!


Las puertas del alojamiento cayeron a manos de la muchedumbre que entraba ante la mirada atónita de otros huéspedes del alojamiento. Ingresaron hasta la habitación 27 en el primer piso. Forzaron la entrada. De pronto, todo quedó en silencio: en la cama, en el centro de la habitación sólo encontraron cenizas que traspiraban un humo que olía a incienso. La señora que vendía anticuchos en la esquina llevó su puesto a puertas del alojamiento esperando la salida de la muchedumbre hambrienta de venganza.


Texto: El colgado

domingo, 27 de diciembre de 2009

La ventana

La reconocí aunque no se veía, ni se expresaba como ella. Era un antiguo amor en el que no había pensado durante largos años. No tardé en acercarme y llamarla por su nombre y ella sonrió tímidamente. Momentos después nos encontrábamos caminando por los callejones de la ciudad. Hablábamos de temas pasados, insignificantes: de países que nunca visitamos; de la vieja de una tienda que no quiso atendernos al verme fumar porque “ese hábito va en contra de la vida”. Caminábamos y no parábamos de hablar. Nos reencontrábamos. Me sentía cortejando como un quinceañero que, por falta de certezas, no arremete contra la boca de su amada, aún sintiendo que ese es el designio. Habíamos buscado lugares deshabitados conscientemente pero por casualidad compartida. Ella me seguía y mi corazón latía con mayor fuerza. Se acercaba el momento de la verdad: o la besaba o atravesábamos el callejón de luces tenues y la acompañaba a su casa, que no era en verdad una opción porque ya alguien la esperaba. Llegamos a un lugar en el que las paredes eran altísimas, a esos pasajes de estilo colonial que tienen un solo piso, pero un piso muy alto. Estábamos en la parte trasera de alguna iglesia, rodeados de paredes en ambos lados cuya perpendicularidad formaba un corredor. No había más que dos muros en nuestros costados, así que parecía extraño que en medio de todo, en la mitad de la blancura de las paredes se dibujara solitaria una ventana. Era una ventana de unos dos metros de altura que se encontraba dividida en dos. Una de las porciones era la más larga y ocupaba dos tercios del total. La más pequeña tenía unos barrotes que salían de una especie de piso improvisado y se clavaban en el tercio que le quedaba a la ventana formando un pequeño cajón. Adentro no se podía ver nada. La besé, Mirándola como quién tiene ganas de matar, y la empujé contra la pared enterrando mi boca en la suya. Nos besábamos. Ella me estiraba los cabellos y me decía cosas que prefiero guardar en secreto. Todo lo que nos rodeaba comenzaba a desvanecerse. De pronto, un sonido ajeno al nuestro. Ella me detuvo por que había escuchado en las proximidades que alguien se acercaba. Le dije que fuéramos hacia la ventana para que, de esa manera, si aquellos hombres quisieran hacernos daño pensaran que vivimos allí, existiendo la posibilidad de que no estemos tan solos. Lo hicimos, pero nadie pasó. Cuando la sangre había tomado el control nuevamente y el amor volvía por su propia fuerza a crearse, unas luces se encendieron al interior de la ventana. Pudimos ver algunas siluetas a través de las cortinas. Nos detuvimos y nos reíamos sordamente como para no despertar sospechas. Unos segundos después las luces se apagaron. Nos mirábamos como dos cómplices que se habían salvado. Nos mirábamos tiernamente y nos acariciábamos los rostros. Nos susurrábamos mentiras trascendentales. Reíamos a causa de nuestra paranoia. Siempre pasa, sólo es miedo. De pronto, cuando le tocaba el pelo y mis ojos estaban perdidos en los suyos, y creíamos alejado todo peligro terrenal, sentí en mí mano un pinchazo, algo como una uña que se clavaba en mi piel. Miré más atentamente y vi algo que parecía ser un dedo pulgar con una uña descomunalmente larga. Levanté la cabeza y una sensación de vértigo se apodero de mí, todo mi cuerpo tembló y mi respiración cesó: de la ventanilla salía un brazo pálido y largo, con los bellos atestados de cal y sus manos heladas me tocaron. Ella no lo había notado, pero al ver mi cara pálida y mis ojos abiertos (como si un gancho me los estirara hacia arriba) se dio la vuelta. Fue cuando aquella mano comenzó a estirar sus cabellos hacía arriba con toda su violencia, con una fuerza sobrehumana. La levantaba del piso. Vanos eran mis intentos por arrebatarla de sus manos que yo golpeaba con todas mis fuerzas, la mordía y no era suficiente. Ella gritaba cómo nunca había escuchado gritar a alguien y me rompía el corazón y yo gritaba pidiendo auxilio mientras colgaba de los pies de Amanhi para agregarle peso a aquel brazo sicópata. Se escuchaban gemidos de placer al interior de la ventanilla, mezclados con sonidos guturales de animales y voces estúpidas que decían “la ventana los ha llamado, la ventana los ha llamado”. De la nada, un rostro desconocido se acercó a mi rostro. Trataba de besarme y me daba la bienvenida. Ella que con tanto amor habré de recordar desapareció y yo caí y la caída no alcanzaba el suelo. Caía y caía, y gritaba y lloraba y me sentía un niño perdido, abandonado. Caí hasta llegar finalmente a mi cuerpo que se despertó continuando el grito que había comenzado el final de mi pesadilla. Una nueva sensación de pánico se apoderó de mí ya despierto, duro unos cinco minutos en los que no pude mover ninguno de los músculos útiles que aún conservo. Durante ese tiempo traté de recordar de qué se había tratado la pesadilla pues, apenas concluida, se me borró de la mente.

Texto: El Colgado

sábado, 26 de diciembre de 2009

Gabo


Siempre era lo mismo. En un momento de la conversación Gabo, que era un viajero empedernido, comenzaba a contarnos sus atípicas aventuras:

-… sí, estaba sentada en una moto (¡con una faldita!) y yo no podía dejar de mirarla…

-Y te la has llevado - interrumpió chelo

-No, yo estaba colocando unos paneles en la parte de atrás del estadio y mientras los colocaba…

-para qué?

-Para que ¿Qué?

-Para qué estabas colocando los paneles?

-Para que no se vea nada de afuera…

Olvidaba decir que Gabo es jefe de escenario para varias bandas locales, el más requerido. Su trabajo consistía en hacer que todo salga bien al momento de la función.

-¡Ah! Y mientras armabas te la has charlado – complementaba Mauricio.

-No, a ver espera un cachito, te estoy contando.

-Dale, dale, perdón viejo seguí…

-¡A no! Antes de eso, viene el Jorge y me dice: “casi nos accidentamos viejo (tenía una cara de asustado el pobre) de suerte no nos hemos matado” ¡una flota se les había cruzado de frente viejo!

-¿Quién es Jorge?

-Es un cuate (buena onda) él es el que les conté que hacia karate y que era un cabrón …

-¡Ah!

-Ese cuate tiene una mala suerte… -continuaba Gabo- Una vez estaba sacando higos del árbol de su casa y se le ha roto una rama: ¡no sabes en qué posición a caído loco! Cuando su vieja lo ha encontrado…

-¿Y dónde estaba viajando? – preguntó chelo para no perder el hilo.

-¿quién?- Preguntó Gabo.

-El amigo este, el Jorge.

-¡Ah! Donde estábamos nosotros pues, en Bulo-Bulo. Ese cacho le he dicho: ¡mira esa mujer hermano! (ya se había parado de la moto y se estaba acomodando su falda ¡viejo me-quería-morir!)

-¿Y?

-No pues, hemos terminado de armar los paneles. Más cacho la he vuelto a ver en una discoteca del pueblo y ya no estaba su ñato.

-¡Bien! – entusiasmados Mauricio y chelo gritaron al unísono.

-¡Me he chupado esa noche!

-Con ella- complemento Chelo

-No, ella ya se había ido antes.

-Y ¿Qué pasó con ella?

-Ya se había ido pues. Si hemos estado hasta las ocho de la mañana del día siguiente (¡nos hemos matado!).

-Pero antes ¿no ha pasado nada? – Pregunto Mauricio al momento de encender un cigarrillo que se encontraba al revés acto impedido de suerte por Gabo que se lo saco de la boca y lo acomodó de la manera correcta.

-Lo que pasa es que… justo cuando me estaba acercando ha entrado un chango al boliche ¡un gorila de seis metros!

-Su ñato…

-No, otro chango, su ñato no fue. Ya te dije, creo. Estaba más borracho que una pasa al ron el tipo ese. Ha entrado, se ha sacado su polera (tenía más cuadrados que un muñeco de hi-man) y se ha empezado a rayar con todos.

-¿Se ha rayado contigo? – preocupado Chelo.

-No, más bien ha entrado un cachito y se ha ido.

-Buena onda. Y te has acercado a la chica.

-No, se ha ido con el gorila ¡a ver! Se le ha acercado y le ha dicho: “¿qué te llamas?” (Laura se había llamado) y se la ha sacado así no más.

-Que rayado de mierda y ¿nadie ha hecho nada?

-¿Por qué?

-Cómo ¿no se la ha llevado a la fuerza?

-No se ha ido no más con él. La cosa es que al día siguiente (yo estaba borracho como un animal que vive en una selva donde hay amarula ((¿se ubican? No ve que hay ese árbol de amarula, en no sé qué selva, donde van todos los animales a comer esa fruta y ves a los mandriles veeeergas y a los elefantes que se están cayendo de tan duros que están)) ya hasta me había sacado mi polera como el gorila ese) estábamos sentados en la placita (continuando con unas chelitas ((¡tienen que probar esa cerveza viejo!) y se le ocurre al Jorge ir a comer al mercado unas ranguitas (de bolas le he dicho yo, estaba cagando de hambre (no había comido desde que habíamos llegado))) ese tipo estaba ahí…

-¿Quién?

-Cómo quien boludo. El tipo ese del boliche.

-¡Ah! ¡Con la ñatita!

-No, nada que ver. Ella no estaba.

Texto: El colgado


jueves, 8 de octubre de 2009

El rebelde

Casi siempre anda oculto y esa fue la última vez que lo vimos. Le gustan las grandes selvas, el contacto con la naturaleza en su pleno centro y la poesía que producen las balas cuando éstas son proletarias. Verlo allí echado, mirando al infinito como si nada le inmutara, no les molestaba a aquellos militares que parecían más bien satisfechos de haber cumplido con su labor. Alguien que estuvo en el momento en el que todo acontecía, cuando pusieron su cuerpo sobre la lavandería, le dijo a su compañero en voz bien bajita, como para no despertar sospechas “no está muerto ¡mirá! ha movido sus ojos… está respirando ¡espléndida jugada esa de hacerse al muerto compadre!”

Echado allí, parecía encontrarse en una profunda reflexión y todos querían sacarse fotos a su lado. Hasta los soldaditos se sacaron algunas para su archivo personal: apuntando, con cara de malos al durmiente, faltando sólo que se pongan los quepís al revés para decirles a sus novias “yo lo maté”. El barbudo echado, cercado por bestias armadas que lo exponían como a un trofeo, quiso estallar en risa. Pero se quedó callado. Como un muertito. Claro, en ese estado de meditación, ni siquiera otro balazo lo hubiera despertado.

Quiso la selva un día hacer un pacto con él y le dio las virtudes de un fantasma que aparecía y desaparecía cuando le daba la gana, pero los otros le decían al mundo que estaba muerto. Sin creerlo y sin fundamento, pues nunca pensaron en lo que la muerte significa: el hombre falló, entonces lo atraparon, pero ello era lo más fácil: nunca pensaron en el otro, en el más peligroso, nunca dijeron donde estaba el rebelde.

Entonces quiso la muerte hacer un pacto con él y le dio la posibilidad de quedarse en la montaña para que desde allí realizara sus movimientos y nunca estuviera solo. Lo condecoró con una estrella en la frente y le dijo: serás el rumor del río que nunca cesa, la espina clavada en los pies de la injusticia, el inquebrantable espíritu de la juventud, serás un símbolo de la rebeldía.

Los trabajadores, los únicos embajadores de la vida, fueron tribunal de aquellos pactos y lo reconocieron como hermano y le abrieron las puertas.

Mientras se encontraban exponiendo su cuerpo se despreocupaban de lo demás. Admirados de su propia pericia explicaban cómo lo habían atrapado y se sentían orgullosos explicando su táctica al agente de la CIA. Tal situación indigna le hubiera tentado a cualquiera a levantarse para demostrar lo equivocados que estaban, pero él se quedó inmóvil. Mientras más pasaba el tiempo más seguros de su muerte se creían y no se levantaba pues de hacerlo sabía que nada hubiese cambiado.

Soñaba largamente, meditaba y en sus ojos el brillo no se borraba. Soñaba y los demás no lo sabían. Soñaba con las manos creadoras de los trabajadores. Soñaba, soñaba, soñaba, soñaba y soñaba…

En la higuera el barbudo entregó su cuerpo y fue por fin libre.

Texto: El Colgado. Este texto fue escrito para el segmento radial " El colgado" que forma parte del programa "Arte en la llajta" transmitido todos los sábados a las 8:00 AM en la radio CEPRA-CEPJA FM 90.3. Puedes encontrarlo también en: http://quimbando.blogspot.com

martes, 6 de octubre de 2009

Carta de un soldado perdido


Matilde:


La fatiga que llevo es tremenda. No sabía que se podía vivir despierto tanto tiempo. Ya no sabría decirte cual es la línea que divide los días de las noches, puede deberse a una alucinación, tal vez por la falta de agua y comida, pues mis ojos han aprendido a inventar al enemigo.


Por la mañana he escuchado en el radio del coronel que llevamos en el fortín 19 días. No sé si eso es cierto. No dudo del coronel, ni de sus informaciones pero, si es cierto lo que decía, hemos entrado en otra dimensión en la que el tiempo, como lo hemos aprendido a medir, ya no nos sirve. El olor a muerte se ha empezado a apoderar de todos los rincones y muchos camaradas se han comenzado a enfermar: estamos en la boca fétida del diablo, en el último callejón de su ira, en su más íntima guarida, estamos en Boquerón.


El Coronel nos ha ordenado resistir 10 días más y lo vamos a hacer con el grupo de hombres más valientes que he conocido en mi vida, aunque ya no nos queden municiones. Llevamos hasta el momento 150 bajas pero les propinamos a ellos 5000 y nos han apodado los espartanos de América. Aquí nadie se queja pero la moral está muy baja. No sabemos muy bien los motivos, pero esta batalla se ha vuelto personal para todos nosotros, aunque nuestro principal enemigo no tenga rostro y se encuentre disputando nuestras almas sin Dios.


Si alguna vez nos preguntamos si existe el infierno: ha de ser este Matilde.

Mi camarada, el Jacinto, me ha dicho que esta guerra nunca se va a acabar y lo dice porque en su pueblo no existe olvido, pues los sueños (o pesadillas) son también parte de la realidad que no cesa en los tres tiempos que vive el hombre.


Dime cómo está mi hermano, dime que lo han encontrado, dime que está vivo… te lo ruego. Antes de él debía morir yo, él es changuito y no tendría sentido ni lógica. Sí, ya sé, nada de esto tiene sentido ni lógica, pero ¿por qué más tendría que estar aquí si no guardo ningún odio por el paraguayo? Pues él ha venido con el mismo designio y seremos compañeros en la muerte.


Matilde te amo, con todas las fuerzas que aún quedan en este joven cuerpo, con todas las fuerzas que se han quedado regadas junto a los cuerpos de los caídos a orillas de las trincheras. Te amo con la proporcionalidad que odio esta guerra que para mí significa tu ausencia. Pronto volveré.


Tuyo…


Augusto



El 29 de septiembre de 1932 concluyó una de las batallas más cruentas en la historia de américa latina: Dentro del marco de la guerra del chaco, la batalla de boquerón fue una de las más importantes, sin embargo, esta guerra no le dio beneficio ni a Bolivia, ni a Paraguay y sirvió sólo a los intereses extrangeros de las transacionales del petroleo. Una guerra entre dos paises hermanos que nunca tuvo sentido, ni razón. La guerra hoy a comenzado contra ese gran enemigo, ese gran enemigo sin rostro: el capitalismo. Este trata de ser un recordatorio para los pueblos, para que nunca más caigamos en el mismo error, pues el olvido es la principal herramienta de nuestros enemigos...


Texto: El colgado, parte del segmento radial del mismo nombre que se difunde en radio CEPRA-CEPJA 90.3 en la ciudad de cochabamba los días sábados a las 8:00 de la mañana.


Trataré de subir los programas...