domingo, 27 de diciembre de 2009

La ventana

La reconocí aunque no se veía, ni se expresaba como ella. Era un antiguo amor en el que no había pensado durante largos años. No tardé en acercarme y llamarla por su nombre y ella sonrió tímidamente. Momentos después nos encontrábamos caminando por los callejones de la ciudad. Hablábamos de temas pasados, insignificantes: de países que nunca visitamos; de la vieja de una tienda que no quiso atendernos al verme fumar porque “ese hábito va en contra de la vida”. Caminábamos y no parábamos de hablar. Nos reencontrábamos. Me sentía cortejando como un quinceañero que, por falta de certezas, no arremete contra la boca de su amada, aún sintiendo que ese es el designio. Habíamos buscado lugares deshabitados conscientemente pero por casualidad compartida. Ella me seguía y mi corazón latía con mayor fuerza. Se acercaba el momento de la verdad: o la besaba o atravesábamos el callejón de luces tenues y la acompañaba a su casa, que no era en verdad una opción porque ya alguien la esperaba. Llegamos a un lugar en el que las paredes eran altísimas, a esos pasajes de estilo colonial que tienen un solo piso, pero un piso muy alto. Estábamos en la parte trasera de alguna iglesia, rodeados de paredes en ambos lados cuya perpendicularidad formaba un corredor. No había más que dos muros en nuestros costados, así que parecía extraño que en medio de todo, en la mitad de la blancura de las paredes se dibujara solitaria una ventana. Era una ventana de unos dos metros de altura que se encontraba dividida en dos. Una de las porciones era la más larga y ocupaba dos tercios del total. La más pequeña tenía unos barrotes que salían de una especie de piso improvisado y se clavaban en el tercio que le quedaba a la ventana formando un pequeño cajón. Adentro no se podía ver nada. La besé, Mirándola como quién tiene ganas de matar, y la empujé contra la pared enterrando mi boca en la suya. Nos besábamos. Ella me estiraba los cabellos y me decía cosas que prefiero guardar en secreto. Todo lo que nos rodeaba comenzaba a desvanecerse. De pronto, un sonido ajeno al nuestro. Ella me detuvo por que había escuchado en las proximidades que alguien se acercaba. Le dije que fuéramos hacia la ventana para que, de esa manera, si aquellos hombres quisieran hacernos daño pensaran que vivimos allí, existiendo la posibilidad de que no estemos tan solos. Lo hicimos, pero nadie pasó. Cuando la sangre había tomado el control nuevamente y el amor volvía por su propia fuerza a crearse, unas luces se encendieron al interior de la ventana. Pudimos ver algunas siluetas a través de las cortinas. Nos detuvimos y nos reíamos sordamente como para no despertar sospechas. Unos segundos después las luces se apagaron. Nos mirábamos como dos cómplices que se habían salvado. Nos mirábamos tiernamente y nos acariciábamos los rostros. Nos susurrábamos mentiras trascendentales. Reíamos a causa de nuestra paranoia. Siempre pasa, sólo es miedo. De pronto, cuando le tocaba el pelo y mis ojos estaban perdidos en los suyos, y creíamos alejado todo peligro terrenal, sentí en mí mano un pinchazo, algo como una uña que se clavaba en mi piel. Miré más atentamente y vi algo que parecía ser un dedo pulgar con una uña descomunalmente larga. Levanté la cabeza y una sensación de vértigo se apodero de mí, todo mi cuerpo tembló y mi respiración cesó: de la ventanilla salía un brazo pálido y largo, con los bellos atestados de cal y sus manos heladas me tocaron. Ella no lo había notado, pero al ver mi cara pálida y mis ojos abiertos (como si un gancho me los estirara hacia arriba) se dio la vuelta. Fue cuando aquella mano comenzó a estirar sus cabellos hacía arriba con toda su violencia, con una fuerza sobrehumana. La levantaba del piso. Vanos eran mis intentos por arrebatarla de sus manos que yo golpeaba con todas mis fuerzas, la mordía y no era suficiente. Ella gritaba cómo nunca había escuchado gritar a alguien y me rompía el corazón y yo gritaba pidiendo auxilio mientras colgaba de los pies de Amanhi para agregarle peso a aquel brazo sicópata. Se escuchaban gemidos de placer al interior de la ventanilla, mezclados con sonidos guturales de animales y voces estúpidas que decían “la ventana los ha llamado, la ventana los ha llamado”. De la nada, un rostro desconocido se acercó a mi rostro. Trataba de besarme y me daba la bienvenida. Ella que con tanto amor habré de recordar desapareció y yo caí y la caída no alcanzaba el suelo. Caía y caía, y gritaba y lloraba y me sentía un niño perdido, abandonado. Caí hasta llegar finalmente a mi cuerpo que se despertó continuando el grito que había comenzado el final de mi pesadilla. Una nueva sensación de pánico se apoderó de mí ya despierto, duro unos cinco minutos en los que no pude mover ninguno de los músculos útiles que aún conservo. Durante ese tiempo traté de recordar de qué se había tratado la pesadilla pues, apenas concluida, se me borró de la mente.

Texto: El Colgado

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